Su
cuerpo es su enemigo y lo castigan porque no les gusta. Su mente ha dibujado
una imagen de ellas distorsionada y utilizan la comida como refugio de la
angustia y el desasosiego que las acompaña cada día e, incluso, desde hace
muchos años. Son mujeres que padecen anorexia y bulimia, también conocidos como
trastornos de la conducta alimentaria (TCA). Una de las piezas que componen el
proceso de recuperación es reconciliarse con la comida. Y, como prueba de ello,
el Hospital Clínico San Carlos de Madrid es el único centro sanitario de la
Comunidad de Madrid que dispone de un comedor terapéutico para enseñar a comer
a este tipo de pacientes.
Mujeres
en un 98 por ciento de los casos, la doctora Marina Díaz Marsá, directora de la
Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Servicio de Psiquiatría del
citado hospital explica que «tienen que aprender a comer en la forma, en la
cantidad y en la selección de alimentos, pero deben estar acompañadas. Comer no
es sólo ingerir, sino que también supone un acto social y hoy en día todos se
realizan en torno a la mesa, y si hay un problema con la comida, en definitiva
hay un problema con la sociedad y la persona se aísla».
Con
este comedor los especialistas pretenden rehabilitar los hábitos nutricionales
de estos pacientes y evitar ingresos hospitalarios. Para ello, los enfermos
acuden hasta cuatro días a la semana al hospital a comer al tiempo que los
especialistas específicamente preparados para ellas les dan el apoyo y las
orientaciones adecuadas. «Se trata de pacientes especialmente graves porque
llevan mucho tiempo de evolución de la enfermedad, entre 15-20 años. En
concreto, hay dos perfiles de pacientes. Por un lado están las anoréxicas
restrictivas que lo que hacen es disminuir la ingesta al máximo y tienen un
Índice de Masa Corporal (IMC) muy bajo. En el otro grupo están las pacientes
con un perfil bulímico que tiene atracones y conductas purgativas. Éstas entran
en el círculo vicioso entre la impulsividad y la restricción», matiza Díaz. El
hecho de acudir al comedor hace, continúa la experta, «que hablen, se
distraigan y no estén pendientes de lo que comen. Además, dos días hacen
terapia previamente».
Trato
personal
María
convive con la anorexia desde hace muchos años. Ha pasado por multitud de
unidades para tratar su enfermedad, pero reconoce que desde que acude a este
comedor «estoy muy contenta porque tanto la doctora como el resto del equipo se
preocupan en conocerte a ti personalmente y saber cómo tratarte y no se quedan
sólo con el diagnóstico. Cada día es una lucha contra algo que no quieres
hacer, pero es algo muy diferente a lo que antes me habían propuesto, sobre
todo porque soy muy reacia a los ingresos», reconoce.
A
la hora del menú, todas las pacientes pueden elegir entre tres opciones de
primero, segundo y postre. Eso sí, «debe estar compensado, pero para ello ya
cuentan con el asoramiento del departamento de Nutrición donde, tanto una
endocrino como una educadora nutricional les orientan también sobre el resto de
las comidas del día, especialmente las que hacen fuera del hospital».
A
este respecto, María explica que «con la nutricionista llevamos un registro de
las comidas que hacemos y a veces discutimos mucho. Me ayuda a ser más consciente,
sobre todo porque yo puedo estar contenta por haber comido un cuenco de
ensalada, pero ella me dice que a lo mejor, en ese momento, me hubiera venido
mejor una pechuga de pollo». Aunque pueda generar cierto rechazo la comida de
hospital, el Clínico cuenta con cocina propia y, como dice María, «de todos los
centros en los que he estado la de aquí es la más buena y no sabe a comida de
catering».
Equilibrio
Otra
de las chicas que acude allí un día a la semana explica que «por suerte tengo
trabajo, pero los martes vengo al grupo, primero a la terapia y luego a comer y
me ha aportado mucho. Me siento más identificada. Cuando escojo lo que voy a
comer debo compensar porque no vale que de primero tome, por ejemplo,
espárragos y de segundo merluza hervida. Es más, si ven que siempre comes lo
mismo y yo tengo pocas opciones porque vengo sólo un día, me recomiendan que
cambie». Durante el tiempo de la comida, estas pacientes están acompañadas por
una enfermera y cuyo papel es «no sólo normalizar el hecho de comer, sino
vincularlas a que vayan aprendiendo la forma de relacionarse con los alimentos.
Aunque controlamos lo que toman, se establece un vínculo y una relación de
confianza», afirma Lourdes González, enfermera de la Unidad de Trastornos de la
Conducta Alimentaria del Hospital Clínico San Carlos de Madrid.
Aunque
su papel pueda simular al del «poli malo», González reconoce que «ellas saben
que el engaño no les sirve de nada. Por lo general son cumplidoras aunque a
veces tengo que negociar las opciones de comida. Saben que hay ciertas
exigencias y cumplen». Dentro de las «normas» que se establecen en el comedor
es que «el tiempo de la comida no supere la hora y no hablamos de comida y
mantenemos conversaciones de cualquier otro tema. Queremos que la comida se
convierta en un acto social que conlleva el disfrute», matiza la enfermera.
Evolución
El
comedor tiene una capacidad para quince pacientes y «la estancia mínima es de
un año. Pueden faltar, hasta tres veces, pero de forma justificada», explica
Díaz. Como esta Unidad está integrada por un equipo multidisciplinar de
especialistas, para conocer la evolución de las pacientes «todos los martes nos
reunimos y compartimos cómo vemos a las enfermas y tomamos decisiones», añade
la doctora. Pese a la crudeza de la enfermedad, hay una ventana a la esperanza.
Según Díaz, «hay personas que se llegan a recuperar. Las dividiría en tres
tercios. Uno se cura, otro se queda con alguna secuela, pero puede hacer una
vida normal y el resto se cronifica. Aquí trabajamos con las más difíciles y es
una ardua tarea porque tenemos que reconstruir no sólo su conducta alimentaria,
sino también su vida».
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